La mística celeste escribió un nuevo capítulo, de esos que no siempre tienen un final feliz, pero que definitivamente quedan en la historia. Belgrano, que llegaba dos goles abajo, le ganó 2-0 a Nueva Chicago y forzó el tiempo suplementario, en el que llegó a ponerse en ventaja. Sin embargo, los de Mataderos sacaron a relucir el hombre de más que tenían en cancha y terminaron imponiéndose 3-1 en el alargue, decretando su regreso a la Primera División del fútbol argentino.
Es cierto que perder es siempre una alternativa no deseada y que la pesadumbre es directamente proporcional a lo que está en juego. Sin embargo, el público celeste que ayer colmó el Chateau se fue aplaudiendo a sus jugadores. Algo habrán hecho para merecerlo
El aplauso bajó rápido, instantáneo, cálido, tras el lapidario tercer gol de Nueva Chicago. Bajó de la repleta platea cubierta, esa que nunca se llena y que ayer, de tan completa, se convirtió en el motor de la fe y del canto celeste.
Fue curioso, desde ese lugar habitualmente frío siempre surgió el aliento para sostener a un equipo que sufrió gran parte del juego con un hombre menos. El aplauso del final, cuando la estocada final de Pellerano, fue la síntesis perfecta de una increíble noche de emociones y corazones agitados; ese aplauso más que una demostración de aguante fue un gracias tan grande como el Estadio.
El apoyo llegó a un vestuario que se juró dejar el alma en el campo. Antes de ingresar a jugar el segundo tiempo, los jugadores de Belgrano se reunieron y entre los gritos de aliento de Ríos, emergió la voz de Pepino, un alarido: “¡Si le hacemos un gol, los metemos contra el arco, la concha de su madre!”.
Así fue. Se cumplió la profecía de Pepino y el arco de Nueva Chicago parecía tener un imán. Difícilmente los miles que estuvieron en el Chateau olvidarán los 75 minutos que siguieron.
De tanto ir para adelante, Belgrano logró los dos goles que necesitaba para forzar un alargue, y a esa altura el Estadio era una olla a punto de explotar. Hubo gente llorando, mujeres llorando, cuando Campodónico convirtió el penal en el primer tiempo suplementario.
Hubo gente llorando minutos después, cuando la practicidad de Nueva Chicago abusó de la falta de piernas y la desesperación de Belgrano. Las lágrimas no eran las mismas.
Hubo una fiesta celeste que no fue, pese a la procesión de fe que desde temprano invadió las calles de Córdoba; pese a tantos miles que llenaron el Chateau persiguiendo un sueño que, de a ratos pareció lejano, por un rato se acercó impúdico, coqueteó y se alejó imperturbable.
La fiesta fue para Mataderos, un buen lugar para cobijar semejante sueño. Para Belgrano quedó el consuelo de perder a lo Belgrano, con la carga emotiva propia de su historia; un acto de heroísmo que su gente reconoció con los aplausos del final.
Es cierto que perder es siempre una alternativa no deseada y que la pesadumbre es directamente proporcional a lo que está en juego. Sin embargo, el público celeste que ayer colmó el Chateau se fue aplaudiendo a sus jugadores. Algo habrán hecho para merecerlo
El aplauso bajó rápido, instantáneo, cálido, tras el lapidario tercer gol de Nueva Chicago. Bajó de la repleta platea cubierta, esa que nunca se llena y que ayer, de tan completa, se convirtió en el motor de la fe y del canto celeste.
Fue curioso, desde ese lugar habitualmente frío siempre surgió el aliento para sostener a un equipo que sufrió gran parte del juego con un hombre menos. El aplauso del final, cuando la estocada final de Pellerano, fue la síntesis perfecta de una increíble noche de emociones y corazones agitados; ese aplauso más que una demostración de aguante fue un gracias tan grande como el Estadio.
El apoyo llegó a un vestuario que se juró dejar el alma en el campo. Antes de ingresar a jugar el segundo tiempo, los jugadores de Belgrano se reunieron y entre los gritos de aliento de Ríos, emergió la voz de Pepino, un alarido: “¡Si le hacemos un gol, los metemos contra el arco, la concha de su madre!”.
Así fue. Se cumplió la profecía de Pepino y el arco de Nueva Chicago parecía tener un imán. Difícilmente los miles que estuvieron en el Chateau olvidarán los 75 minutos que siguieron.
De tanto ir para adelante, Belgrano logró los dos goles que necesitaba para forzar un alargue, y a esa altura el Estadio era una olla a punto de explotar. Hubo gente llorando, mujeres llorando, cuando Campodónico convirtió el penal en el primer tiempo suplementario.
Hubo gente llorando minutos después, cuando la practicidad de Nueva Chicago abusó de la falta de piernas y la desesperación de Belgrano. Las lágrimas no eran las mismas.
Hubo una fiesta celeste que no fue, pese a la procesión de fe que desde temprano invadió las calles de Córdoba; pese a tantos miles que llenaron el Chateau persiguiendo un sueño que, de a ratos pareció lejano, por un rato se acercó impúdico, coqueteó y se alejó imperturbable.
La fiesta fue para Mataderos, un buen lugar para cobijar semejante sueño. Para Belgrano quedó el consuelo de perder a lo Belgrano, con la carga emotiva propia de su historia; un acto de heroísmo que su gente reconoció con los aplausos del final.